domingo, 31 de mayo de 2009

Debía o no abrirla


Costaba levantar, difícil, la modorra me invadía, sólo aspiraba a seguir durmiendo, continuar soñando con una vida que no era la mía. Nada que hacer, los ojos dejaron de cerrarse. Se encontraban bien abiertos y por más que giraba entre las sábanas, no podía recuperar las profundidades de otra existencia. Me levanté dirigiendo al baño, una buena meada luego, a la cocina enchufando el calentador, un buen baño de agua caliente. Otra vez a la habitación. Retorno para buscar la ropa que usaría aquella mañana, la deportividad. Un simple viernes en la mañana. Hay algunos ociosos que disfrutan del amanecer, ver salir el sol, en mi caso, que va, si pudiera extender el dormir hasta el mediodía, sería un hombre feliz, el espíritu más profundo de la ociosidad.
En uno de esos ir y venir, atravesando la sala, noté la presencia de un sobre. Por el logotipo logré identificar su procedencia. ¡Mierda! La cuenta de la electricidad. ¿La habrán aumentado? Esperaba que no, la ruina económica dominaba mi existencia. Últimamente pagaba deudas, sólo deudas, no lograba salir de ellas. Preferí dejar el sobre sin abrir sobre la mesa y continuar con mis actividades matutinas. Tenía tiempo y lo que debía cancelar lo llevaría a cabo la próxima semana.
Bañado, desayunado, vestido, cepillado los dientes, me acerqué a la mesa tomando la carta, le di vueltas mientras me instalaba sobre mi silla favorita. ¿Debía o no, abrirla? Gran interrogante. La alejaba, acercaba, alejaba, acercaba hasta que, luego de un suspiro, decidí abrirla, la hora de la verdad se acercó, era tiempo en enfrentar la cruel realidad de la cotidianidad.
Quedé perplejo, apabullado, enmudecido. Pensé que era una broma de mal gusto de algún compinche. No, era la pura realidad. Hasta me provocó ir a una oficina de la electricidad para que me informaran si existía un error. Era incapaz de moverme. Clavado sobre mi silla favorita. ¿Qué hacer? Nada, era la mejor respuesta, no le debía nada a la compañía de luz. La deuda indicaba el puro cero, sólo el cero, no aparecía otro número y una nota aparte en la cual, explicaba las razones por las cuales estaba imposibilitado en cancelar, un montón de insultos por no utilizar dicho bien social obligando a la empresa a dejarlo sin deuda. Estaban furiosos por no poder cobrarme nada, no lo comprendían, yo, tampoco.

domingo, 24 de mayo de 2009

Una bajada en la playa


Mi culpa, sí, soy el único responsable por alejarme, romper con la rutina. ¿No te acuerdas? El castigo por seguirte. No debía ir pero esa manía en aceptar cualquier proposición me dirigía al desastre, si fuera mujer terminaría en la Libertador. Aquel descenso por la autopista Caracas La Guaira, sentado detrás intentando disfrutar del paisaje, vista poco alentadora. La montaña soportaba el peso de la desidia. Escuché una vez “que bello, parece un nacimiento”; enmudecí, aquel día, sólo moví los hombros en un gesto de resignación, mejor cambiar de tema. Disfrutaba del aire golpeando el rostro. Buscaba las primeras señales de la presencia marina, olor salino indicando la cercanía del mar. La mujer a mi lado me trataba como si fuera su vida, no lo era ni lo sería, ¡qué va!, a otro con ese cuento, molestaba, una pieza teatral mal actuada, mal escrita, mal dirigida.
En la oscuridad del primer boquerón, se me pegó retirándola suavemente, acto amable pero tajante, con el argumento de la temporalidad. Opté por hacerte caso y nos fuimos a la playa, mitad de semana, dos días para el puro bochinche, en tu caso, no tenía ganas, insististe, cargabas con esas dos mujeres, necesitabas de mi presencia para ocupar de la otra, Sofía, ¿así se llamaba? Bonita, no te lo podía negar, pero demasiada lanzada para mi gusto. ¿Cómo las conseguiste? No me dijiste, lo imaginaba, preferí no tocar el tema, evitaba. Te fascinaba ese tipo de ambiente, tu gusto, pero no el mío. Me embargaba la incomodidad.
La playa estaba cerca, podía percibirlo, el sueño el cual tenía tiempo que últimamente no disfrutaba, desorden existencial. Llegamos a la casa, una planta, buena presencia. ¿Cómo la obtuviste? Sala bien arreglada, buen gusto en su decorado, al igual que las dos habitaciones con baños respectivos. Cocina equipada. Ningún descuido. Limpia, atendida con cariño. Sí, debía ser prestada, te conozco, no eres capaz de montar algo tan agradable para la vista, en tus manos sería un desastre. Se caería por inercia. Indicaste aquella puerta, la habitación que me tocaba, agregaste a Sofía, me provocó mentarte la madre. Ella penetró el lugar, emocionada dejando su maleta sobre el colchón, comentando que éramos marido y mujer. Lo que me faltaba. Entré al baño para cambiar de ropa: traje de baño y franela, saliendo enseguida, no quería permanecer cerca de esa loca más del tiempo debido, zafada, dirigiendo hacia la playa.
Nadar un rato y luego, reposar sobre la arena. Embargó la molestia al ver a Sofía, me siguió, seguro fue una de tus sugerencias geniales. Se quitó el traje de baño exhibiendo un cuerpo monumental, la verdad sea dicha, estaba bien buena. Nadaba como una sirena internándose bajo las olas para surgir del otro lado haciendo señas, le respondí. Retornó recostando ese esbelto cuerpo a mi lado, sin ningún pudor, mostrando las esencias mismas de la eternidad. ¡Que ladilla! Deseaba estar solo. En dicha situación no podía disfrutar de la soledad, ni siquiera concentrarme.
-- ¿Qué tal si paseamos?
-- Hazlo, quiero estar solo.
-- Eres un tipo bien raro.
-- Normal.
-- Otro no me soltaría.
-- Lo dijiste, otro, yo no.
-- ¿No te gusto?
-- No, eres demasiado vulgar para mi gusto.
-- Buscas la mujer perfecta.
-- Vete, lárgate a cualquier parte.
Esfumó dirigiéndose hacia el mar, los brazos del océano rodearon su cuerpo, la tomaron en su seno. Aparecía, desaparecía, una bocanada de oxígeno, inmersión, repetición hasta perderla de vista. Opté por caminar en la playa gozando de la suavidad de la arena, el aire acariciando el rostro, la sal impregnando el cuerpo. Encendí, con cierta dificultad, un cigarrillo. Fui duro con aquella mujer, injusto, mierda, pero era necesario, debía dar cuenta de su situación, pero era difícil que cambiara, estábamos metidos en un país en el que se piensa sólo en la moneda desde el nacimiento. Ella no escapaba de dicha situación. Funcionaba con esos parámetros.
Durante el resto de la mañana no volví a verla. ¿Se habrá ahogado? Lo dudaba, se movía en el agua como una sirena, ya lo dije, posible, pero era mejor repetirlo, por si acaso. Posiblemente lo fuera pero no percibí canto alguno, una sirena moderna.
Decidí volver a la casa, recoger la billetera y salir por ahí en búsqueda de algún lugar en el que podría ingerir alimentos. Al entrar al cuarto vi a Sofía acostada, desnuda, sobre la cama. La saludé. No respondió.
-- ¿Tienes hambre?
-- Un poco.
-- Vístete y ven, encontremos un restaurante cerca.
Caminamos por la extensa calle observando a los lados, si encontrábamos un letrero que indicara un sitio para pasar un rato bebiendo un par de cervezas y comer. No nos dirigimos la palabra durante el trayecto, recordaba, cuando arribamos, la presencia de un local específico para esos menesteres.
Ignoraba dónde estaba pero no me importaba, me sentía bien, había disfrutado de un poco de soledad. Encontramos el restaurante sentando alrededor de una mesa con vista hacia el mar. Poca conversación. Pedimos un par de cervezas. El brebaje frío caía bien, agradable ante el calor intenso que pegaba en la calle. Leímos el menú llamando al mesero pidiendo lo deseado con la compañía de vino blanco, me sentía espléndido y, otras dos birras luego de comer.
-- ¿Qué quieres hacer? le pregunté después de cancelar la cuenta.
-- Quisiera regresar a la casa para descansar.
-- Está bien.
Te encontrabas aposentado en el sofá exhibiendo una sonrisa cínica. Nos observaste arribar. Sofía se dirigió a la habitación, yo me senté a tú lado, la amiga que te hacía compañía siguió a la otra.
-- ¿Quieres beber algo?
-- Una cerveza.
Encendí un cigarrillo. Aspiré y expiré con calma, suavidad. Me sentía tranquilo, había decidido lo que iba a hacer. Esperé que regresaras con la lata de cerveza, la extendiste y volviste a tu puesto. Bebí un largo sorbo, friíta, helada. Otra chupada del cigarro y dije:
-- Me voy.
-- ¡Qué! Me dejas. qué te sucedió, te fue mal con Sofía.
-- Nada de eso, estoy harto, agarro mis cosas y me esfumo.
Entré a la habitación. Las dos se quedaron silenciosas observándome como sacaba la maleta, ponía la ropa, cerraba y volvía a salir. Inevitable. Ni siquiera hiciste un gesto para frenar mi paso, al cruzar el living. Sólo propusiste que esperara, todos regresaríamos a Caracas, me negué.
-- No quiero echarte a perder tu bochinche, quédate tranquilo y disfruta.
En la calle me embargó una sensación de libertad, caminé hasta llegar a la parada instalándome en un banco a esperar el bus que me llevaría a casa.

sábado, 16 de mayo de 2009

Una deuda de juego


No te hagas el loco ni el olvidadizo, acuérdate, apareciste de la nada chillando acerca de una deuda, algo complicado, estabas asustado, aterrorizado, enredado en un tremendo lío, te iban a quebrar por deudas de juego, debí dejarte solo frente a tus amistades salidas de los bajos fondos, querían verte para cobrar, temblabas, me provocó reír: jamás te había visto tan cagado como aquel día, me sentí raro, extraño, era la primera vez que me pedías ayuda, llegué a preocuparme, tu vida era un caos, te acompañé para ver a aquel tipo, iba a ayudar prestándote la plata, todavía me la debes, no te preocupes, no estoy cobrándote, nada de eso, tranquilo, sólo pienso que puedes terminar mal, nos encontramos con aquel cobrador, se me enfrió el guarapo frente a esa mole humana, ¡mierda!, tenía pinta de asesino, trataba de disimular pero mis piernas temblaban, le pagué y nos largamos, sólo te expresé que no volvieras a buscarme para estos menesteres, lo olvidamos, no tenía ganas en volver a encontrar con esa clase de personaje.

Desmadrado


Estaba desmadrado. Debió ser algo que comí en aquella taguara que me llevó Julian, comida barata y buena. Barata si, buena... Pasé toda la tarde vomitando luego, la cagantina, me vacié. No podía sostenerme en pie. Boté hasta las tripas. Era un resto de persona. Una sombra deambulando por cualquier parte. Ni leer podía. Nada de nada.
Logré llegar a mi casa porque me dieron la cola, a punto de muerte. Creí, por momentos, que me iba para el otro barrio, poco faltó, en esos instantes pensaba incoherentemente, tendido sobre el lecho. No quería saber nada de comida ni bebida, sólo deseaba dormir: tuve la impresión de ser castigado con el dengue, aterrado. Cagado, meado, vomitado, esperé sobre el lecho, el final. La verdad sea dicha, no era el final deseado. Olería muy mal.

domingo, 10 de mayo de 2009

La vida no vale nada


El silencio imperaba en aquel callejón, oscuro. Paso rápido, acelerado. Quería evitar un encuentro desagradable. Llegar lo más pronto posible. Los hechos que ocurrían a diario ponían los pelos de punta. Te enfrentabas a una inseguridad frente a cualquier engendro de cualquier edad y, en un pequeño descuido, quedabas para el puro recuerdo.
La culpa era de Isabel. La condenada me amarró en la tasca de Feliciano. Necesitaba hablar. Vivía enredada en un dramón que la tenía bien jodida. No se quitaba los lentes oscuros a pesar de la hora y estar metido en aquel lugar. Cubría su mirada, evitaba que se le notara el morado alrededor del ojo.
Cerveza tras cerveza, camarones al ajillo y una larga y extensa cotorra por parte de ella. No paraba de hablar. Por momentos me fastidiaba, ladillaba, mirando los alrededores. Buscaba a Feliciano, se encontraba detrás de la barra junto a la caja registradora, controlaba las cuentas. Lo hacía a ratos, los otros momentos se sentaba con algún conocido del lugar compartiendo una cerveza fría, todo no era trabajo.
Recuerdo haberlos conocido, un empeño de Aura en llevarme a una reunión a casa de Cristina y Germán. Allí se encontraban. En esa época no conocía a la amiga y ella, mi compañera de infortunios, no sabía del fondo del problema. Me la describió como una tipa alegre, echadora de vainas, jodedora y gran contadora de chistes y, de paso, bien bonita. Lo que encontré no tenía nada que ver con la realidad.
Sobre el tal Francisco, tan sólo verlo, di cuenta de la ralea de aquel tipo. Había encontrado, durante el transcurso de mi existencia, tipos de esa calaña. La mala impresión embargó mi espíritu y sentí que, el Germán como la Cristina, pensaban lo mismo. Como Aura es tan despistada y no le embarga la malicia, a lo mejor no se dio cuenta, capaz la sanota.
Estuvo diciéndome que nos fuéramos de rumba. Que dejáramos a las mujeres en sus casas, bajo llave y nos metiéramos en la verdadera diversión. Le seguí la corriente para evitar algún conflicto, no quería buscar pelea en aquella casa y, la tal Isabel no tenía cara en seguir soportando algo que desconocía. Fría, callada, sus amigas intentaban llevarla a la cocina, nada. No la dejaba moverse del sofá, a su lado, su dueño, amo y señor.
-- Muy divertida tu amiga; le susurré al oído de Aura, se volteó exhibiendo una mirada de preocupación tomando la mano de Isabel arrastrándola a la habitación de Cristina. El Francisco quiso evitar que se levantara, no pudo quedándose sentado expresando rabia, furia. No era su ambiente y, en el fondo, pensaría que nosotros éramos un par de idiotas.
-- Ya vengo, voy a empolvarme la nariz.
Empolvarse la nariz en vez de decir que iban a mear, algo natural, biológico, la cerveza es un gran diurético. También tenía ganas de ir al baño, debía esperar para no dejar nuestros maletines a solas, se los podrían palear.
Mucha gente en el negocio, casi lleno, sólo un par de mesas vacías: personas que salieron minutos antes. Mucho ruido. Las diversas conversaciones impregnaban el ambiente. Feliciano dejó la caja registradora para volver a su asiento con aquel grupo en una esquina cerca de la puerta de salida, su vaso de cerveza lo esperaba.
-- Me siento aliviada.
Otra vez la andanada de palabras. La historia era para una novela de Corin Tellado. Seguía escuchando y sorbiendo mi cerveza, no podía dejarla calentarse. Daba un vistazo por los alrededores. La gente sufría deformaciones, se alargaban, ensanchaban, me causaba risa los reflejos de mi mente.
-- Ahora me toca; le dije a Isabel retirándome para ir al baño.
Una gran calistenia para poder acomodar en las interioridades de aquel baño. Feliciano arregló bien la parte de afuera, pero lo que era este sitio, infame. Estrecho, incómodo, uno debía ser de goma para lograr mear, y con las ganas que tenía, dolía por la larga aguantada, conseguí ubicar soltando el largo y extenso espíritu hacia el vacío, una sensación de ligereza embargaba mi alma.
Al salir me sorprendí, ella no se encontraba. Le pregunté a Feliciano:
-- Se te fue el levante, la vino a buscar un tipo, aquí está tu maletín.
-- Gracias, ¿cuánto te debo?
-- Nada, ella canceló.
-- Por lo menos eso.
Salí del negocio retornando en dirección de mi hogar.
Ya me encontraba cerca de la reja de entrada al edificio, llave en mano, presto para introducirla en dicha cerradura, volteé, miré en los alrededores, nada sospechoso. Entré siguiendo hacia la otra puerta, arribando a los ascensores, uno en la planta baja, que suerte, oprimiendo el botón indicativo del piso correspondiente, esperando la llegada al hogar. Dejé las llaves sobre la mesita de entrada, llamando a Aura, estaba en el cuarto arreglando unos papeles. Un beso de saludo.
-- ¿Cómo te fue?
-- ¿En el trabajo o con Isabel, por qué no fuiste?
-- Era mejor que conversara a solas contigo, conoces a gente en el medio de los psicólogos y abogados que pudieras contactar ante su terrible problema. ¿Por cierto, cómo la orientaste?
-- No pude hacer nada, me contó su drama, sólo la escuché y, luego de regresar del baño, la cerveza es un tremendo diurético, desapareció, esfumó.
Fui a la cocina, tenía sed, bebí largos tragos de agua. Regresé a la sala, cruzando hacia el balón, instalándome. Encendí un cigarrillo aspirando con parsimonia disfrutando del paisaje. Aura me preguntó si iba a acostarme. Le dije que iría en un rato. Quería estar un poco a solas, disfrutar del silencio, Isabel no paró de hablar durante varias horas. Necesitaba escuchar los silencios de la noche.
-- ¿Vienes?
Incrustado en aquella silla de extensión olvidando la temporalidad, fui interrumpido por la presencia de Aura. Esbozaba aquella sonrisa que me destrozaba, desmadraba, me volvía idiota levantándome, caminando detrás de ella, acostando a su lado. Apagó la luz. No lograba conciliar el sueño, me venía a la mente la imagen de Isabel, golpeada.
-- Te buscan.
Embebido en aquella numeración astronómica, cantidades abstractas, irreales, algo que jamás veré, me interrumpió Guillermo para decirme que había alguien esperándome cerca de una de las taquillas. Era Aura, estaba nerviosa, temblaba, sus lentes oscuros tapaban el drama. Me sentí inquieto y no sabía por qué, la imagen de Isabel vino a la mente. En efecto, el problema era con ella. La encontraron muerta en las afueras de la ciudad.
-- ¿Cómo salir antes de la hora?
-- Guillermo, tengo un problema, ¿podrías cubrirme?
-- No te preocupes.
Nos ubicamos en una mesa apartada en El Padrino. Dos café nos hicieron compañía mientras la escuchaba. Estaba aterrado con lo que contaba, Isabel fue secuestrada de aquel bar en que nos encontrábamos. Aura me armó un peo pero qué podía hacer, necesitaba desahogar el alma. No podía dejar de mear por darle gusto. Fue su marido quien se la llevó. No lo habría podido impedir, ante la ley eran marido y mujer, yo, un simple extraño, hasta para la amiga de Aura.
Volví a la oficina. Maldecía. No quería volver a implicar en asuntos como esos, uno siempre terminal mal. Verónica se acercó al notar mi inevitable expresión de preocupación. Le dije que no era nada, simples adversidades de la vida. Esperaba la llamada. La mujer de Germán se encontraría con Aura para continuar su búsqueda, ni que fueran detectives. Deberían dejar ese asunto a la policía o, mejor, que lo resuelva la pareja.
No me podía concentrar. Las preguntas iban y venían, principalmente acerca de la peligrosidad del sujeto. Lo había encontrado y me daba mala espina. Me preocupaba por ellos, ninguno de los tres tenía experiencia en tratar aquella clase de sujetos, en mi caso no había problema, topé con ese tipo de personas en otras épocas, todos reaccionaban igual, la diferencia era mínima.
Como era la hora de salida fui hacia Las Grandes Ligas. Quedé en verme con ellos en dicho lugar. Llegué temprano instalando en una mesa que exhibía una vista de la entrada, una cerveza bien fría y un cenicero, el cigarrillo era inevitable. Ya iba por la segunda cuando los vi arribar, estaban hechos un desastre. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, la noticia que se perfilaba no era nada buena.
El aire fresco, a pesar de la hora, mediodía, era agradable en aquel lugar. La gente se arremolinaba en el lugar reflejando rostros de tristeza y alguno que otro llanto. Encendí un cigarrillo, acto que Aura me recriminó, preferí no hacerle caso, estaba vuelta leña. Feliciano se me acercó:
-- ¡Coño! Esa no era la amiguita que estaba contigo la otra noche.
-- Así es, la vida no vale nada.

domingo, 26 de abril de 2009

No quería hablar... tampoco yo


Un atardecer en la universidad. Gabriela, se empeñó en que fuera a su clase en la escuela de letras para hablar sobre Prevert. Luego de la charla y, casi retirándome, se acercó. Toda una mujer. Deseaba continuar con dicha conversación en otra parte. No perdía otra clase, aceptando. No era una chama, casi de mi edad, divorciada y con dos hijos. Al verla, observar sus ojos, labios y ese color canela de piel que aturdía, enloquecía, suavidad al hablar, derritió mi espíritu. Imposibilitaba cualquier posibilidad en negarme.
Bajando la rampa frené el paso con cierto disimulo, supuesto gesto de caballero para que pasara adelante y ver su trasero, fantástico. Me llevó a Las Grandes Ligas, mi primera entrada triunfal en ese lugar embargado en una sensación de poder, era el centro de atención.
-- Lo de siempre; le dijo a uno de los mesoneros.
Continué detrás de ella, un perro faldero.
-- ¿Bebes cerveza? me preguntó.
-- No hay problema.
Sentados alrededor de una mesa que hacía esquina, aislados, apartados, pocas personas. Lamenté escucharle que pronto se llenaría. No tenía necesidad del gentío, me sentía bien en aquel lugar desolado con su compañía. Estudiantes saliendo de sus clases presentándose en ese sitio para ingerir un par de birras. Iguales, semejantes, diferentes generaciones repitiendo lo mismo, en el fondo nada cambiaba, lo que separaba era el lenguaje, nuevos modismos, temas.
Deseaba detener el tiempo, fascinado. Optaba por mandar a la mierda el movimiento terráqueo, quedarnos ahí el uno junto al otro. Interrupción. Mauricio acompañado de sus compañeros de clase entraban, arrimando mesas, sillas en frente de nosotros. No se dio cuenta de mi presencia. Uno de ellos la vio, Mauricio se dio cuenta, acercándose emocionado al descubrir dicha amistad con ella, hasta me martilló el degenerado.
-- ¿Tienes carro?
-- No sé manejar.
-- ¿Te llevo?
-- Está bien.
-- Eres el primero que invito a tomar cerveza.
Dimos vueltas por la ciudad. No se dirigía hacia mi hogar, subimos uno de esos cerros que rodean la capital, vía El Hatillo, “conozco un lugar tranquilo”; me dijo. Encendí un cigarrillo, más vale que no, tremendo peo me formó obligando a botarlo, me cohibí. La vista, esa noche, era fantástica, debía reconocerlo. Desde esa altura disfrutaba del brillar de las luces de la ciudad. Intenté ubicar el edificio el cual habitaba, imposible, no reconocía nada. Las estrellas descendieron sobre Caracas, instalándose, un árbol brillando hacia el universo, todo al revés, nosotros abajo y la visión, arriba, paseando en el infinito.
Detenidos un buen rato disfrutando de aquella imagen, nocturnidad inspiradora. Extendí el brazo izquierdo sobre sus hombros arrastrándola contra mi cuerpo. Se dejaba. Recostó la cabeza sobre mi pecho y comenzó a hablar, una voz triste salía de entre sus labios, contaba partes de su vida, las más recientes, por lo que pude deducir. Besé su cabellera, olía bien, perfumada por ese champú que utilizaba.
Levanté su rostro saboreando sus labios, acto lento, pausado. Quise repetir la dosis, se apartó retornando a las interioridades del auto, encendió el motor, partimos. El regreso fue silencioso. No quería hablar, tampoco yo.

lunes, 20 de abril de 2009

Un maldito suelto en las calles de la ciudad


No lo podía creer. Felipe me echó el chisme y no lo aceptaba, era demasiado para ser real. Bajé aquella calle buscando la avenida, agarrar una camionetica y llegar al Gran Café, por lo menos cerca, lo demás lo haría caminando. Tuve suerte, la primera que apareció consiguiendo puesto. Pagué y me instalé a esperar el arribo. Cuadra y media antes del lugar dejé el vehículo siguiendo a pie. Faltaba poco para el arribo, el esperado encuentro. No lo sabía, sería una sorpresa con final feliz. Estaba ansioso, nervioso, angustiado, me faltaba el aire al estar a pocos metros de aquel cafetín. El peso del universo me aplastó. No era lo esperado, guerra avisada no mata soldado. Eso fue lo que sucedió. Se quedó muda al verme, igual yo. No era la presencia del encanto, menos, la alegría. Gritaba desaforadamente contra mi persona. La gente que se encontraba en los alrededores volteó para ver que acontecía. Estaba paralizado. La culpabilidad me embargó aún sin ser causante de nada desagradable. No conseguía reaccionar. Algunas personas se me acercaron en actitud amenazante. No comprendía y menos al llegar la policía, esposarme montándome en una jaula a punta de improperios. No reaccionaba, sólo era un maldito suelto en las calles de la ciudad.

sábado, 18 de abril de 2009

El ruido lo asesinó


Ni siquiera tomar un buen café matutino se puede. La bulla es infernal. Cristóbal siente enloquecer ante tanto ruido. Sueña con un cuarto aislante rodeado de sus libros favoritos olvidando así, el mundanal bullicio de la cotidianidad. No sabe dónde meterse. La escapatoria no existe. Cree que sus oídos van a estallar brotando lagos de sangre ahogando su propia vivienda. Salir a la calle no es ninguna salida. Quedarse, tampoco. Unos vecinos, los de arriba, ponen música a todo volumen, gritan, patalean, no dan respiro al silencio, enloqueciéndolo. Los de al lado le dan al martillo golpeando la pared que los comunica. Se asoma a la ventana suplicando por el fin del ruido. Nada que hacer, no les importa. Peor, una alarma de automóvil suena sin parar, el dueño no desciende para apagarlo, tiene miedo de que sea un atraco y lo vayan a joder. Se le revientan los tímpanos cayendo al piso, ahogándose en su propia sangre, el ruido lo asesinó.

domingo, 12 de abril de 2009

La piedra se quedó en el camino


Pateaba aquella piedra, driblaba, confundía con un balón de fútbol, golpetear suave, débil, nada de tiro libre, menos un penalti, que va, podría abollar a alguien, un transeúnte que no tenía nada que ver con mis ínfulas a lo Platini, no, sólo el toque suave, pequeño, casi imperceptible, escuchando el aplauso en un estadio lleno hasta el tope, era la estrella, el nuevo Maradona enloqueciendo a los hinchas, los arranques sobre el arco contrario al mejor estilo de Batistuta, vaya, los aplausos retumbaban, la victoria cerca, ataque al ritmo de Cantona, detener, frenar...
La piedra se quedó en el camino.

Eres un idiota


Un salón amplio, grande, espacioso. Lo que me extrañaba era su ubicación. No se encontraba situado en la planta baja, se hallaba en el pent house. Para los vecinos, ubicados bajo el lugar, cada vez que se montaba un bonche, sería una molestia, un infierno, a menos que fueran ellos quienes lo organizaran. Nos encontrábamos allí para festejar cualquier cosa. Para Ricardo las razones poco importaban, sólo el acto de la joda. Sentado en un lateral del sitio, me dediqué a observar al resto de los invitados, a casi ninguno de los presentes conocía, era un extraño.
-- ¿Sabes una cosa? le preguntó Ricardo a Xiomara.
-- No.
-- Eres una persona frustrada.
-- ¿Y en qué te basas para decirme eso?
-- En que te conozco.
-- Pero sólo nos hemos visto dos veces.
-- Eso me basta.
-- ¡Ricardo! llamaba Marlene.
-- ¿Sí?
-- ¿No crees qué exageras?
-- No, soy un genio.
-- Has bebido bastante.
-- ¿Me estás llamando borracho?
-- Digo que estás pasado de tragos.
-- ¡Maldita!. Entre gritos cruzados, Ricardo cogía el vaso, vaciándolo de un golpe, luego retornó al salón.
-- ¡Epa! casi caes sobre nosotros; exclamó Rafael.
-- Anda a comer mierda.
-- ¿A qué se debe la insultada?
-- Me da la gana y, ¡párate coño!, voy a darte un par de coñazos. Marlene se acercó.
-- ¡Rafael y Ricardo, quédense quietos!
-- Déjenme, voy a joder a ese güevón.
-- Cálmate Ricardo.
-- Le voy a recordar el día en que nació.
-- ¡Atrévete!
-- Rafael, ¡cállate! le gritó Agustín.
-- Me está insultando.
-- Está borracho.
-- En esos momentos es que dicen lo que sienten; comentó Sofía.
-- ¿Vas a creer en eso? ya él es bastante grande para que termine sus días peleando en las fiestas; respondió Agustín. Yo miraba, veía, ni hablaba ante lo acontecido, era preferible evitando así, inmiscuirme en dicha trifulca.
-- Fue él quien empezó.
-- Vete a la terraza, el aire fresco te calmará.
-- Está bien.
-- ¿A dónde vas cobarde? le gritó Ricardo.
-- ¡Basta! le soltó Marlene. Xiomara se instaló a mi lado notando la tranquilidad que expresaba. Llegó a comentarlo aferrándose al brazo. Su cuerpo temblaba, atemorizada ante lo acaecido. La música ya no sonaba.
-- ¿Cómo qué basta, no me vas a decir que te gusta ese pelele?
-- No.
-- Yo lo mato.
-- Quédate quieto.
-- Yo lo mato. Zafándose de quienes lo tenían agarrado se abalanzó hacia la terraza para intentar alcanzar a Rafael.
-- No ves que eres un idiota; le gritó Marlene.
-- Yo lo mato; chillaba Ricardo.
-- ¡Párate! exclamó Rafael.
-- Yo lo mato, yo lo mato, yo lo mato...
El cortejo fúnebre marcaba el movimiento lentamente, en dirección de la fosa correspondiente, dos pasos hacia adelante, uno atrás, recorriendo los estrechos caminos entre las diversas tumbas en el Cementerio General del Sur.
En silencio marchaba. Sólo se escuchaba, a lo lejos, la voz de Marlene:
-- Eres un idiota, eres un idiota, eres un idiota...

sábado, 11 de abril de 2009

Una noticia más


Salía, aquella noche de viernes, del restaurante chino en Los Chaguaramos. Contento. Su primer salario en el bolsillo. El aprendiz de cocinero pensaba en sus sueños, planes, cambios de vida. La finalidad, traer a su familia de Bailadores. El trabajo de campo no le daba casi nada. La búsqueda de lo novedoso. La aventura. Intentar mejorar su vida y la de los suyos. En eso cavilaba al arribar a la esquina. La intención, cruzarla para obtener un puesto en una de las camioneticas que se dirigían hacia San Agustín del Sur, lugar en el cual, consiguió un cuarto a precio razonable. No llegó. No arribó a su meta. Una patrulla lo esperaba. Le prepararon una celada. Golpes. Improperios. Gritos. Ismael era arrastrado hacia las interioridades del vehículo sin dejar de patearlo, incrustando las cachas de sus armas de reglamento entre los omoplatos, perdiendo el oxígeno, inutilizándolo. Trataba de recuperarse en medio del desconcierto. Lo ruletearon por la ciudad. Uno de ellos introdujo la mano en su pantalón, extrayéndole el salario. El puro dinero cambiando de propietario. Quería levantar la cabeza. Fue inútil. Sentía el peso de las botas del agresor sobre su cuello. Sin detenerse, aumentando la velocidad, abrieron la puerta. Trató de luchar. Era el golpear del viento contra su rostro, cuerpo, rodando por el pavimento, rebotando contra el borde de un montículo lateral de la autopista en dirección este, frente al Centro Ciudad Comercial Tamanaco. Ismael Bellorín, campesino venido a la ciudad a probar suerte.

sábado, 4 de abril de 2009

Esperando el ascensor


Estaban a tiempo. Era un truco. Amelia se empeñaba en arreglarse de manera exhaustiva. Tardaba más de la cuenta. Seguía el juego. “¡Apúrate!”; le gritaba. “Ya voy, ya voy”; respondía. Se sentó sobre el sofá. Encendió un cigarrillo. Movió los hombros en un gesto de indiferencia. Esperaba el tiempo que fuera necesario, el que ella deseara. Recordaba la época en la cual eran novios. Las horas transcurridas esperando en la sala de la casa de sus padres, en un cafetín, en la entrada de un cine, un parque o bar. La primera cita en el Castellino no la esperó. Ignoraba su manía por retrasarse. Apareció media hora después. No se encontraba. Tuvieron una gran discusión, discusión que los acompañó largo tiempo.
La costumbre estaba presente.
El cálculo fue decirle que debían encontrarse en la fiesta a las siete de la noche. Reunión que se iniciaba a las ocho. Lo tenía previsto. No arribarían los primeros pero tampoco hora y media después. Lo único que le preocupaba, aquella vez, que fuera rápida. La cagada. Sería un peo. Siempre hay una primera vez. Pondría la cómica. Imaginaba conducir durante una hora de un lado a otro, deteniendo para comprar cigarrillos, optando por vías alternas para alargar la llegada.
Salió.
Sonrió al ver la hora. Perfecto. Faltaba poco para el inicio de dicha reunión. Deambulaba. Estaba bella, hermosa. Por instantes se le ocurrió no ir a dicha cita. Ella insistió. Deseaba lucirse y tenía de que mostrar. Cruzaron el largo pasillo, luego de salir del apartamento, en dirección de los ascensores. Tocó el botón de llamada. Esperaron. Fue un momento en el cual, no intercambiaron palabras. Esos elevadores se caracterizaban por su lentitud. En eso se abrió el de la derecha. Amelia, quien se encontraba tan cerca, dobló el cuerpo rápidamente, entrando en las interioridades de un espacio, espacio oscuro. Sólo se escuchaba su grito.
Luego... el sonido de su cuerpo estrellándose sobre la finitud.

sábado, 28 de febrero de 2009

Manuel Ortega dormía en el cementerio


Un sujeto paralítico era Manuel Ortega. Dormía en el cementerio. Tenía setenta y ocho años. Se estableció en aquel lugar esperando el bienestar milagroso de la cura. Su incapacidad física fue producto de una colisión contra un vehículo, hace un par de años. Salió de aquel lugar, casa. Se suponía que era su espacio habitable, sintiendo el escozor del rechazo, la vida imposible. Su hijo y nuera cercenándole la aspiración de hallar cierta pausa en su largo existir. Nunca, en forma directa, sintió el fastidio hacia él. Sólo era ese oír, cada noche, a través de aquellas paredes delgadas, la constante cachetada de su inservibilidad.
Una discusión iniciada en tono bajo, a lo largo de los meses transcurridos, no les importaba si escuchaba o no. El dolor le embargaba, ese dolor más fuerte que la propia confrontación contra el vehículo, vehículo apareciendo a altas velocidades en plena curva, creándole una nueva manera en percibir el coñazo de la adversidad. Ocurrió a las tres de la madrugada. Sobre una colchoneta, Manuel Ortega dormía, dormía plácidamente. Era el sueño de la esperanza. Ese sueño de una ilusión, la ilusión basada en la creencia religiosa. La fe de una persona que perdió la historia. Una historia cotidiana ajena a él. Deseaba, fervorosamente, reincorporar su existencia al mundo de los caminantes. No ser más, la carga de su hijo y nuera. Tenía las piernas paralizadas, detenidas. Negadoras de cualquier movimiento, producto por la confrontación física contra el carro de la irresponsabilidad. Carro aparecido a altas velocidades, emergiendo desde la nada embistiendo el lento movimiento del cuerpo.
Bajo el manto de la oscuridad, en muletas, salió del hogar de su hijo. Ahora, reposaba en el Cementerio General del Sur, sobre esa colchoneta, colchoneta delgada, sucia, colchoneta que perdió el soporte de la corporeidad. La había obtenido en el mismo lugar, abandonada, tirada cerca del lugar. A duras penas, arrastrándose, las muletas perdidas en alguna parte, sudando copiosamente, magullando el cuerpo contra las pequeñas piedras del camino hasta detenerse en ese sitio, el indicado, tendiéndose sobre ella, Manuel Ortega dormía sobre la tumba de José Gregorio Hernández. Los centros asistenciales no estaban interesados en él. Era un viejo que sobraba en esta vida. La familia, tampoco, por igual razón. Una molestia. Un gasto de dinero inútil. Escuchando las fuertes discusiones familiares acerca de su suerte futura, la sobra, acabó acostado sobre una tumba que, supuestamente, yacía el Siervo de Dios.
Los restos del benefactor se encontraban lejos de allí. En 1975 sacaron lo que quedaba, trasladándolos a la iglesia de La Candelaria. No lo sabía. Desconocía el hecho. Ignoraba que José Gregorio Hernández no reposaba en aquel lugar. Paralítico, anciano, rechazado, ese si dormía en aquel espacio sobre una colchoneta que tuvo la desgracia de tocar, por la cercanía, la llama de una vela, enviándolo a un estado de agonía. Pavor al dolor. El fuego acariciando aquella piel desvencijada. Piel de individuo temporal deseoso de vivir, existir. Grito de terror. Pedía ayuda. Nadie lo escuchó. No quería fallecer. Esperaba un milagro que no llegaba, dirigiendo su mortalidad al descanso de siempre, descanso infinito.

miércoles, 25 de febrero de 2009

La mejilla derecha dolía mucho


La seguía, decidiendo alcanzarla, tomar su brazo, invitarla a un café, conversar acerca de cualquier cosa, hasta de aquella fiesta en la que nos conocimos, del loco Miguel o, sus actividades, lo que fuera, toda esa intención para volver a observar aquella sonrisa, la mirada apaciguante ante dicho espíritu naufragando en los remolinos del tiempo. En fin, transcurrir esto con tal de obtener su agradable compañía. La capturé por el brazo. No lo esperaba, no pasaba por la mente, sólo el impacto de una cartera contra mi rostro rompiendo el hechizo, sueño, imaginación. Un error, no era ella, sólo su espalda, cabello corto, únicamente la superficie trasera. Era otra, diferente, facciones feas, horrendas. Sólo la abstracción de una mañana somnolienta, el dolor en el rostro, el cuerpo rebotando contra un poste de luz, adolorido intenté la excusa.
Gritaba, gritaba, gritaba...

martes, 24 de febrero de 2009

Sólo imaginaba fallecer en un suéño profundo

Era el tiempo, el momento, el instante de extender el cuerpo sobre aquel camastrón. La necesidad del reposo dominaba sobre cualquier situación, así parecía. Cansado, agotado, pedía clemencia al movimiento. La inercia significaba el acto fundamental. Aplaudía al silencio. Nadie apareciendo con la ocurrencia de pedir algo, no le haría caso. No deseaba ser el gestor resoluto de algún problema específico, no, sólo estar en sentido rígido. La mirada fija en dirección del techo sin importar los rasgos de la peculiaridad. Ver sin ver. Mirar sin mirar.
Observar sin observar. Lo no logrado era el aquietar el ritmo del pensar.
El cerebro parecía indetenible, incansable. Deseaba estar en blanco. Un cadáver durante un buen rato. No importaba lo que podía acontecer en los alrededores. Ni siquiera el sonido de algunos disparos arrastraban hacia la posibilidad de romper con dicha modorra. Giraba de un lado a otro. Costaba, dificultaba la recuperación de las fuerzas. Fue excesivo el trajinar durante aquellos días. El freno desapareció, llevando a cabo, las diversas actividades de la agitación, por eso, en estos instantes, sobresalía un dolor corporal impidiendo el acceso hacia el natural reposo. El combate ante lo cotidiano arrastrando el espíritu hacia las vías del exceso. La destrucción de cualquier instancia en desarrollar las placenteras vivencias de la naturaleza, imposibilitado en respirar de forma acompasada.
La resignación parecía imponerse a pesar de un combate continuo, doblegando los dos instantes del existir. Aquietar las temporalidades del reconocimiento. Tan sólo deseaba penetrar los mundos de la irrealidad. Volví a la posición anterior, moviendo el cuello de un lado a otro. La tensión. Impresionantes nudos musculares sobre los hombros. La presión endureciendo la unión con la cabeza, los brazos, hasta las piernas. El irreconciliable sueño, obligando a buscar alguna modalidad que ayudara a hallar el aflojamiento. Imposible. Como si algo más poderoso frenara cualquier intención de admitir el agotamiento. La lucha, a condición de estar presente el agua, era un buen remedio. Probando los grifos. Asegurando la actuación de dicho líquido transparente. Enchufar el calentador. Esperar el tiempo para penetrar en las interioridades de aquella caída acuática. Dejar acariciar sobre los hombros, cuello, el bálsamo del calor, suavizándolos. Tempestad existente en el diario continuar del absurdo.
Cerrar los ojos. Ese dejar hacer. La movilidad en la inmovilidad. Ese estado ideal del abandono ante la presencia de lo cotidiano. Borrar del recuerdo cualquier encontronazo con lo adverso. Sólo el agua apaciguando el espíritu. Amando cada rastro de piel sin dejar de escapar cualquier ínfima partícula de la propia esencia. Encontrando la colaboración del jabón para rasgar el vestigio del infierno. El paso del terrible averno hacia la suavidad del cielo, de la muerte, rumbo a la vida y, el silencio como testigo. Restituyendo aquel cabello caído. Deslastrando el influjo de la contaminante atmósfera con el champú revitalizador, abriendo los capilares hacia el oxígeno de la limpieza. Frustrando, con fuerza inusitada, la reproducción de los residuos producto de la tormenta. Esbozando la alegría, esa alegría extendiéndose hacia los espacios del desajuste de un orden impuesto.
Con el paño agitando cada parte. Hurgando los vestigios de humedad. Sacando el líquido restante para exprimir la sequía de la frescura, ante la realidad, realidad continua, sobre un cuerpo actuando encima de los sentidos del eviterno. Sintiendo los alborozos de lo diario. Abanicando la cabellera revuelta hacia otros espacios, espacios más amplios en relación con la anterior sensación de opresión. El paseo del peine reacomodando el orden. Dejándose remover bajo el ritmo de la disciplina ante la forma. La salida del baño. Apartarme del vapor producido por el agua caliente para encaminar hacia la cocina. Desenchufando el calentador.
Abriendo la nevera. Obteniendo cubos de hielo introduciéndolos en las interioridades de un vaso. Cerrar el refrigerador buscando la botella de whisky. Plenar con una buena cantidad de dicho trago acompañándolo con agua fría. Reabrir el enfriador de la cotidianidad con la intención de guardar el botellón para luego, marchar, vaso en mano, hacia el lecho. Sorber la suavidad buscando el aflojamiento de las profundidades corpóreas, aliviando las presiones de lo diario. Cerrando los ojos, suavizando el movimiento, flotando sobre nubes de entendimiento.
Partiendo hacia otros mundos, mundos de lo deseado, lo irreal.

domingo, 11 de enero de 2009

Tacagua


En una mañana lluviosa, corriendo por Catia con la intención de no naufragar bajo las fuertes corrientes de agua descendiendo desde las montañas, buscando obtener un bus, un transporte público que me dirigiera hacia la carretera, vía del Junquito, específicamente, el kilómetro tres, el inicio hacia Tacagua.
Con la cámara fotográfica al hombro, el grabador unido a la muñeca izquierda por una correa, emprendí el recorrido hacia las profundidades del desastre. Américo me entregó dicha pauta. No era mi idea deambular por la ciudad bajo ese manto de agua, cayendo inclemente La montaña decidió bajar sobre los habitantes instalados en el lugar. Empapado. Los zapatos vueltos mierda. Sentado, al lado de una ventana, sobre una silla cercana al chofer, esperaba a éste que me indicara el sitio en el cual, debía descender Costó conseguir la ruta luego que me dejara en pleno kilómetro tres.
Descubrí la nada, monte, ninguna indicación acerca del sitio de arribo. No existía el rastro de alguna poblada, sólo una vía cimentada internándose en los confines de la naturaleza. Era la única alternativa para optar hacia una posibilidad de hallar el origen de la hecatombe. Emprender la vía con cierta desconfianza ante el temor de topar con sujetos poco recomendables. Estaba solo, perdido en ese lugar desconocido, abandonado a la buena de Dios. Nunca imaginé lo que iba a encontrar al final de dicha ruta.
Una población inmersa en aquella espesura, alejado de todo. Edificaciones sólidas de un lado, barracas del otro. Esos últimos fueron los afectados por los embates de la naturaleza. Gente corriendo intentando salvar alguna vida. Un galpón utilizado para resguardar a los sobrevivientes, en la parte superior, afuera, un letrero metálico, pesado, indicando su procedencia, Ipostel, a punto de caer, caer sobre la cabeza de una niña parada bajo dicho objeto. Un pánico invadió todo el cuerpo, la idea de observar el espaturramiento de su cabeza sería terrible. Me acerqué para expresarle la razón de alejarse, se apartara del lugar, era peligroso, su cerebro finalizaría en los desagües de lo cotidiano.
Tomé muchas fotos, demasiadas. No paraba de girar por los alrededores. Intenté descender a la parte fangosa. La vía cimentada terminaba como calle principal. Un policía se empeñó en impedir la continuación del reportaje, "¿tiene autorización de la Gobernación?"; jamás se me ocurrió ver a un periodista presentando dicha carta, era el colmo, estaba trabajando, cubriendo un desastre, una agonía. Era tiempo para el retorno, regreso.La necesidad de arribar al periódico, entregar los resultados de la pauta impuesta temprano en la mañana, significaba el último acto laboral de la jornada. La interrogante era, ¿cómo iba a salir de allí? Invadía cierto pánico, la sola idea de quedar estacionado en ese espacio geográfico determinado, espeluznaba. Por suerte alguien indicó que tomara un jeep que se encontraba estacionado cerca de la salida. Era otro medio de transporte. La diferencia estribaba en que no me dejaría en Catia, su ruta era hasta el Silencio. Respiré aliviado acercándome al aparato. Luego de hablar con el chofer me instalé en la parte de atrás a esperar que se llenara. Despedía el lugar. Partía hacia espacios diferentes, diversos pero no tan contrastado con ese hecho.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Un ruido casi imperceptible


Un ruido casi imperceptible, cercano al silencio, rondando por la habitación contigua al dormitorio. Un cuerpo arrastrándose lentamente, buscando, de una manera u otra, evitar la sensación de existencia, por quien dormitaba del otro lado de la pared. No quería expresar su estadía. Cuidarse ante cualquier encontronazo contra algún mueble atravesado. Un pie adelante luego de pararse. Se detenía. Acercaba la segunda pierna hasta ubicarla al lado de la primera. Paciencia. La mejor manera de llevar a cabo lo deseado para la sorpresa. La experiencia de la razón. Volvía a moverse. Coger un poco de oxígeno. Le apretaba el pecho. La adrenalina funcionando a toda su potencia. Se asomó a la ventana. Sólo un poco de luz entraba en el cuarto, interrumpiendo el negro de la noche. La luminosidad de un letrero de neón, roto, quebrado en un lateral, probablemente por causa de una piedra, en el negocio de en frente. Un aviso que, una vez debió decir algo en un francés mal escrito. Quien lo rompió le hizo un gran favor a la gramática francesa, escrito Petttite. ¿De dónde habrá sacado la tercera T?
Otra vez el retorno del silencio.
Abrió los ojos, quien soñaba, intempestivamente. Una descarga eléctrica. Percibía la presencia de alguien merodeando por el lugar. No lo sabía a ciencia cierta. Lo intuía. Por un instante no reconoció el sitio, su cuarto. Sólo la visión del techo como único objetivo. La boca abierta buscando el aire, ese aire alejado de sus pulmones. La angustia embargando su corporeidad. Sudoroso. El líquido transparente, salado, brotando a borbotones por los poros. El cabello completamente mojado. Unos mechones pegados contra la frente. Los apartó con su mano derecha. Se sentó en el borde de la cama, tratando de retomar la lucidez. Observaba los alrededores. Comenzaba a reconocer sus cosas, la mesita de noche, paredes, techo. Un orden en el desorden natural de su existencia. No conseguía apartar de su mente, ese presentimiento de acompañamiento. Una compañía inesperada. No planificada. Ni siquiera acordada por accidente. Algo fuera de lo normal acontecía en las interioridades del apartamento.
Intentó levantarse. Imposible. Lo jalaban de un lado a otro con un metal fino, alambre bien delgado, apretando el cuello. Abriendo los ojos. Sus globos oculares salían de sus cuencas. Con los dedos, trató apartar la causa de su asfixia. Era difícil separar el hilo metálico de su garganta. Le cortaba la piel. La boca abierta. Quería gritar. La tráquea trancada, frenaba el sonido. Ese sonido que desapareció de sus cuerdas vocales. Aspiraba a asimilar un poco de aire, ese aire disipándose hacia otros confines, vaciando los pulmones. Se movía de un lado a otro, luchando por liberarse. Doblando las piernas. El forcejeo dejó de existir. Las imágenes de la habitación se difuminaban, ennegreciendo la mirada. La oscuridad era su nuevo dominio. Ya no luchaba. Dejó de hacerlo hace varios segundos. El abandono. El dejarse llevar por el sentimiento de la perdición. La derrota impuesta en una noche, noche alargada hacia la nada. Su historia detenida aquella madrugada.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Un cadáver en el río


Salí del departamento, bajando a la avenida, para conseguir un taxi, el medio más efectivo ante el retraso a la cita que tenía con Victoria. Despavorido. Me consideraba como un sujeto puntual pero, esta vez, no sabía lo que me sucedió. Me atrasé. El terror al ver la hora. Debía llegar a Las Mercedes. Faltaba poco para dicho encuentro. Mucha gente en la calle. Un ir y venir en direcciones contrarias.
Pasaban los Libres llevando clientes. Ninguno desocupado. Por fin hallé uno. Logré detenerlo. Un vehículo destartalado pero, en esos momentos, no le di importancia alguna. Estaba apurado. Ni siquiera discutí el costo del traslado. Sólo le supliqué que no optara por las vías congestionadas, sentía la necesidad por la acortación del tiempo. Afirmó. La realidad mostraba lo contrario a lo deseado. Colas por doquier. Trancas. Hasta se montó por una acera para arribar a una esquina, doblando, dirigiendo hacia la autopista. Tenía ganas de fumar. Preferí no hacerlo. A algunos les molestaba. Me aguanté. Claro, eso ponía los nervios de punta. Una constante, ver el reloj.
El camino comenzaba a acortarse. Cavilaba acerca de lo que le diría. Era bueno para preparar discursos pero, a la hora de las pequeñitas, mudez absoluta. ¿Cómo le entraría? Esta vez no debería ser así. Que va. Directo. Ir al grano. Saltar los preámbulos. Trataré de ser eficaz. Una eficacia carente en mi existencia pero, en esos momentos, debía ser necesaria. El chofer del vehículo comenzó a reír. La risa se incrementaba. Volvía altisonante. Lo veía con cierta preocupación. ¿Qué le sucederá? No me atrevía a preguntar. Temía ante la posible respuesta. Callar. Seguía riendo. No paraba con aquella risa estúpida, risa enervándome.
-- Hay un cadáver en el río; dijo.
No me parecía chistoso. Mejor era seguirle la corriente no fuera a trastornarse, volverse violento. Era lo que me faltaba. Especificaba acerca la existencia de un muerto flotando en el río Guaire. No me causaba gracia alguna pero preferí no responder, llevarle la contraria. Se detuvo.
-- Sígame; gritó.
-- ¿Adónde va?
-- Venga y no pregunte.
Lo seguí desde lejos no fuera a lanzarme al río. Insistía en que me acercara. Reía como un desaforado. Trataba de convencerlo que se calmara. No era para tanto. Y si existiera un muerto, éste no se daría cuenta de su situación. Una idea fija la de ese sujeto. Ya se iniciaba el retraso ante la cita que tenía. Lo maldije mentalmente. No lo podía creer. Lo hizo. Lo llevó a cabo. Logró demostrar la existencia de un cadáver en el río. Boca abierta, paralizado, estupefacto, no sabía que hacer. Miré a los alrededores. Los vehículos cruzaban por al autopista a gran velocidad. Yo... parado, en el medio, frente al río, dudoso, tembloroso, varado frente a una circunstancia insospechada, deseaba gritar. Hasta la arrechera se elevó en su nivel más alto.No me quedaba otra alternativa que esperar la presencia de una patrulla. Detenerla. Explicar lo acontecido y que fueran a rescatarlo. Claro, eso implicaba un adiós a la cita con Victoria. Por un instante pensé en bordear la vía hasta encontrar una salida acercándome a Las Mercedes. Llegar a pie abandonando la locura de esos instantes. No me podía alejar. Pensarían que lo asesiné. Todo era factible en estos tiempos. La incoherencia dominaba la cotidianidad, cuando el conductor de un taxi que lo lleva a una dirección específica, decide suicidarse arrojándose al río Guaire. Eso era lo sucedido y no hallaba como apartar dicha visión. El degenerado echó a perder mis planes. Se merecía su muerte, pero no aquella situación en que me encontraba sometido.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Deshojando la margarita


a Benjamín Sánchez Mujica.
-- Cinthia, voy a dictar una carta.
-- Voy.
Escudriñaba los diferentes espacios de su oficina. ¡Mierda! Quien pintó esto es una mierda, no sabe pasar la brocha, se evidenciaban grumos y trazos en un lateral. No lo contrataría para pintar mi apartamento. Levanté el dedo índice hacia el techo. Buscaba la palabra agraciada para iniciar el relato, el cuento idiota para un posible cliente. Giraba alrededor de ella. Retorné al asiento elevando la ceja derecha. Incliné la cabeza para hallar mejor enfoque, visualizar una escena mayor de sus muslos, encontrar su nacimiento. ¡Ah! cómo me gustaría tocarlos, acariciarlos, dejarme arrastrar hacia el desastre poseído por la locura, naufragar en ese océano de piel, carne, ahondar en cada poro sorbiendo sus sudores, saliendo a la superficie, pausa, oxigenación del instante para retornar al submundo de las pasiones, inmerso en las delicias de la intemporalidad.
Me encontraba frenado, revolcarse con la secretaria es un peo, desastre. Intenté encontrar a Beatriz. Difícil. Complicado. Estaba arrecha. La embarqué varias veces. El dictado iba a millón inspirado por sus muslos hacía maromas con las palabras, incoherente, absurdo, no importaba. Tuve la impresión en haber notado una sonrisa reflejando su rostro.
Seguí vomitando expresiones hasta que se me enredó la lengua, el sentido de dicha carta se perdió. Buscaba enfatizar en algo abstracto, una frase importante que jamás apareció. Puros lugares comunes. Balbuceaba imbecilidades, perdí la razón en aquel dictado. Ella sonrió. Me encantaban sus labios. Se levantó, volteó, salió contorneando sus nalgas, bailaban sin necesidad de acompañamiento musical, no hacia falta, una orquesta sensual. Papeles para la firma, inagotables. Que manera de joder, fastidiar la vida.
-- La señora Gutiérrez por la una.
Locura total, Beatriz me llamó. Antes de agarrar el auricular esperé un par de segundos, amainar las emociones, intentaba estar calmado, disimulando con la vista puesta sobre la blusa semi abierta de Cinthia, le gustaba mostrar los inicios de sus senos, valían la pena, majestuosos. Me telefoneó para que nos encontráramos, extendía sus brazos ofreciendo una nueva oportunidad. Durante la conversación entró un par de veces, inclinándose, mostrando un panorama mayor de aquellas sublimes tetas.
Pasé la mañana, inmerso en ese mierdero de papeles pensando en la salida nocturna. Hambre. La una de la tarde. Decidí meterme una bala fría, era preferible un buen almuerzo, completo, pero no tenía con quién ir, los panas desaparecieron para meterse una papa, nadie me avisó, sólo tenía como compañía a Cinthia. Como no deseaba comer solo le propuse que me acompañara. Asintió. Me dio miedo que corriera a un MacDonald, chatarra, basura, puro sintético. ¡Sorpresa! Prefirió ir a Las Grandes Ligas, no es ninguna maravilla, decente. Me extrañó la escogencia. Escuchó la conversación cuando trajo café y un par de cartas para la firma. Conocía de mis gustos, negro corto, cerrero, la única manera en tragar dicho brebaje, rechazaba el marrón y el con leche, abominable.
Curioso, nos ubicamos alrededor de la misma mesa en la que estuve con Beatriz, apartados en una esquina, alejados de los demás. Inconveniencia. La presencia del mismo mesero que, casi nunca se asomaba: levantarme para hacerle señas para que nos prestara la atención debida. Dos whiskies y la carta, el mío con agua, Cinthia, con soda.
-- ¿Por qué escogiste este lugar?
-- Para que te acostumbres.
Durante el almuerzo, alargado por la compañía de varios tragos, descubrí su pasión por las artes plásticas, tomaba cursos en la Cristóbal Rojas y no se perdía exposición alguna. Me fascinaba escucharla. Descubría una diversidad de mundos revoloteando su cabeza. Pasiones desmedidas sobre los problemas de la creación pero, a la hora de subsistir, un trabajo como éste significaba la urgente necesidad de la sobrevivencia, todo se puso caro, insoportable y por eso, se calaba aquel mundo que consideraba infame, a diferencia de ella, no le parecía así: “en toda actividad hay un encanto creador”; me dijo. No le pude responder optando por el silencio.
El retorno fue con paso titubeante. Nos sosteníamos abrazados rehuyendo los huecos que se presentaban delante de nuestros pies. Hasta le comenté mi afinidad con la poesía entendiendo así, su pasión por las artes plásticas. Sólo faltaba que nos vieran para acentuar el chismorreo. Nos sabía a mierda. A ella le importaba un pepino lo que dijeran, se sentía bien y eso bastaba. No existía nada extraño en aquella relación, la pura amistad.
Preparó café mientras entre al baño para lavarme los dientes y refrescar el rostro. Recuperaba el aliento volviendo a mi silla, frente a aquella carpeta que no me quitaba la vista. Suspiré abriéndola. Busqué la pluma en el bolsillo interior de la chaqueta e inicié la tarea de revisar y firmar esas abstracciones que no me iban ni venían. El cafecito preparado por Cinthia me cayó de maravilla, acentuando la labor emprendida, como era viernes, opté por liquidar todo esto para no tenerlo, el lunes siguiente, como un gran fardo sobre los hombros.
Me puse la chaqueta, acomodé la corbata recogiendo el maletín para salir despidiéndome de la secretaria, emprendiendo la vía del largo pasillo hacia los ascensores. Durante el trayecto me despedí de quienes me encontraba hasta detenerme frente a los elevadores. Llegó uno, que maravilla, eso indicaría que la noche sería prometedora. Entré tocando el botón de la planta baja. Esperé recostado contra la pared metálica de fondo, el arribo de dicho aparato.
Salí hacia el banco, una de las taquillas externas. Debía sacar efectivo, con el almuerzo quedé limpio. Sonó el timbre penetrando en aquella caseta de vidrio. Escribí sobre un cheque lo que necesitaba y, junto con la cédula lo inserté en una especie de cajón que, una linda mujer maniobraba para poder agarrar lo enviado. Miró la cantidad supervisándola en la computadora.
Observé a varios de los compañeros de trabajo instalados en una de las mesas de afuera de una pizzería, bebiendo cerveza. Al verme saludaron, lo retorné volteando, nuevamente, hacia la cajera. Devolvió la cédula y un pequeño fajo de billetes de diez mil bolívares, cada vez se devaluaba más la moneda. Iba a salir después del timbre cuando di cuenta que no podía abrir la puerta. Lo volví a intentar, nada. Respiré profundamente esperando el timbre y, nada. ¡Coño!, quedé encerrado. Los nervios me embargaban mientras escuchaba a la cajera al otro lado de la taquilla diciendo que me calmara. La calma a la mierda. Ella seguía dando al zumbido pero la puerta de enorme vidrio se resistía, no tenía intención en ser sometido.
Los desgraciados se dieron cuenta, fue José Manuel quien notó lo que me acontecía informando a los demás con una gran carcajada. Maldije. El gerente del banco maniobraba unos cables buscando una manera de liberarme, imposible, la puerta se resistía. Preguntó por el vigilante, había desaparecido. Creí entender que salió en búsqueda de no sé que cosa.
Estaba condenado al encierro. Los otros cajeros que finalizaban sus cuentas se largaban deseándome suerte. La desesperación embargó mi espíritu, condenado a quedar encerrado de por vida y, para colmo de males, al ver la hora, di cuenta que se acercaba la temporalidad de dicho encuentro. Embarcaría a Beatriz, nuevamente. Con sus vasos llenos de cerveza giraban en frente, muertos de la risa. Cinthia apareció alarmándose con aquella escena. Le grité que fuera a Las Grandes Ligas para que le dijera a Beatriz que me esperara: “cuéntale lo que me sucede”. Afirmó emprendiendo la vía al lugar indicado. Una pequeña esperanza de que entendiera pero, de un instante al otro, sentí una gran preocupación, al ver a Cinthia pensará que es un teatro, seguro volveré a salir jodido. Que mala leche tenía.
Esperaba que la encontraría lo contrario significaba la catástrofe. Giraba como un trompo viendo como los demás se despedían, arrancaban del lugar. Se incrementaba esa sensación de desesperación pensando en romper aquella mierda de vidrio, difícil, grueso y elaborado contra cualquier tipo de ruptura, primero me fracturaba un hueso antes de exhibir algún rastro de resquebrajamiento. Quería llorar, mejor me aguantaba, evitar la muestra de un acto cómico, sólo esperar que alguien apareciera con alguna llave para abrir, lo otro, caótico, pasar la noche en ese cajón de metal y vidrio.
Tenía los nervios de punta. El gerente y dos cajeros intentaban abrir de cualquier manera, imposible. Estaba harto sentándome en el suelo con el maletín a mi lado. Trataban de darme ánimos, no lo conseguían, perdía mi cita con Beatriz. Los compinches volvieron a su mesa para continuar ingiriendo cervezas, algunas miradas divertidas lanzaban hacia mi persona. No le respondía. ¿Para qué? Ellos gozando una bola y yo... jodido.En eso apareció Cinthia dando la noticia nefasta, se enfureció de tal forma que pagó la cuenta y se largó dejándome dicho que me mandaba a la mismísima mierda. ¿Qué crimen habré cometido contra la humanidad para pagar esta desgracia? Perdía las imágenes en una neblina de tristeza. Comencé a llorar mi infortunio, estaba condenado a un estado de prisión en aquella taquilla externa de una agencia bancaria, deshojando la margarita

Tan cerca de las estrellas


a Beatriz Lepage
-- Tengo ganas de hacer algo.
-- ¿Qué?
-- Bajar a Macuto a comer un buen pescado.
-- Vamos.Tan cerca de las estrellas. Una luna brillante. Un exquisito mero. Vino blanco y el rostro de Beatriz significaba lo ideal. Era ese franquear otras puertas, otros caminos abiertos inesperadamente. Casi no hablamos. Nos dirigimos hacia la playa. Playa tan solitaria y acompañada, sin personas correteando de un lugar a otro sobre la arena. Una constelación universal sobre nuestras cabezas. Tomados de la mano movimos nuestros cuerpos. A lo lejos divisé a un pescador, lo señalé, ella rió, rió intensamente, hice lo mismo. Un ruido hizo sobresaltarme. Abrí los ojos mirando a mi alrededor con angustia. Estaba en la habitación, solo, Beatriz no existía, no era real. Sólo fue un sueño, un simple sueño. Quería retomarlo. Era imposible. Un vecino, un desgraciado con la música a todo volumen lo echó a perder resignándome a un simple sueño tan cerca de las estrellas.