sábado, 28 de febrero de 2009

Manuel Ortega dormía en el cementerio


Un sujeto paralítico era Manuel Ortega. Dormía en el cementerio. Tenía setenta y ocho años. Se estableció en aquel lugar esperando el bienestar milagroso de la cura. Su incapacidad física fue producto de una colisión contra un vehículo, hace un par de años. Salió de aquel lugar, casa. Se suponía que era su espacio habitable, sintiendo el escozor del rechazo, la vida imposible. Su hijo y nuera cercenándole la aspiración de hallar cierta pausa en su largo existir. Nunca, en forma directa, sintió el fastidio hacia él. Sólo era ese oír, cada noche, a través de aquellas paredes delgadas, la constante cachetada de su inservibilidad.
Una discusión iniciada en tono bajo, a lo largo de los meses transcurridos, no les importaba si escuchaba o no. El dolor le embargaba, ese dolor más fuerte que la propia confrontación contra el vehículo, vehículo apareciendo a altas velocidades en plena curva, creándole una nueva manera en percibir el coñazo de la adversidad. Ocurrió a las tres de la madrugada. Sobre una colchoneta, Manuel Ortega dormía, dormía plácidamente. Era el sueño de la esperanza. Ese sueño de una ilusión, la ilusión basada en la creencia religiosa. La fe de una persona que perdió la historia. Una historia cotidiana ajena a él. Deseaba, fervorosamente, reincorporar su existencia al mundo de los caminantes. No ser más, la carga de su hijo y nuera. Tenía las piernas paralizadas, detenidas. Negadoras de cualquier movimiento, producto por la confrontación física contra el carro de la irresponsabilidad. Carro aparecido a altas velocidades, emergiendo desde la nada embistiendo el lento movimiento del cuerpo.
Bajo el manto de la oscuridad, en muletas, salió del hogar de su hijo. Ahora, reposaba en el Cementerio General del Sur, sobre esa colchoneta, colchoneta delgada, sucia, colchoneta que perdió el soporte de la corporeidad. La había obtenido en el mismo lugar, abandonada, tirada cerca del lugar. A duras penas, arrastrándose, las muletas perdidas en alguna parte, sudando copiosamente, magullando el cuerpo contra las pequeñas piedras del camino hasta detenerse en ese sitio, el indicado, tendiéndose sobre ella, Manuel Ortega dormía sobre la tumba de José Gregorio Hernández. Los centros asistenciales no estaban interesados en él. Era un viejo que sobraba en esta vida. La familia, tampoco, por igual razón. Una molestia. Un gasto de dinero inútil. Escuchando las fuertes discusiones familiares acerca de su suerte futura, la sobra, acabó acostado sobre una tumba que, supuestamente, yacía el Siervo de Dios.
Los restos del benefactor se encontraban lejos de allí. En 1975 sacaron lo que quedaba, trasladándolos a la iglesia de La Candelaria. No lo sabía. Desconocía el hecho. Ignoraba que José Gregorio Hernández no reposaba en aquel lugar. Paralítico, anciano, rechazado, ese si dormía en aquel espacio sobre una colchoneta que tuvo la desgracia de tocar, por la cercanía, la llama de una vela, enviándolo a un estado de agonía. Pavor al dolor. El fuego acariciando aquella piel desvencijada. Piel de individuo temporal deseoso de vivir, existir. Grito de terror. Pedía ayuda. Nadie lo escuchó. No quería fallecer. Esperaba un milagro que no llegaba, dirigiendo su mortalidad al descanso de siempre, descanso infinito.

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