martes, 24 de febrero de 2009

Sólo imaginaba fallecer en un suéño profundo

Era el tiempo, el momento, el instante de extender el cuerpo sobre aquel camastrón. La necesidad del reposo dominaba sobre cualquier situación, así parecía. Cansado, agotado, pedía clemencia al movimiento. La inercia significaba el acto fundamental. Aplaudía al silencio. Nadie apareciendo con la ocurrencia de pedir algo, no le haría caso. No deseaba ser el gestor resoluto de algún problema específico, no, sólo estar en sentido rígido. La mirada fija en dirección del techo sin importar los rasgos de la peculiaridad. Ver sin ver. Mirar sin mirar.
Observar sin observar. Lo no logrado era el aquietar el ritmo del pensar.
El cerebro parecía indetenible, incansable. Deseaba estar en blanco. Un cadáver durante un buen rato. No importaba lo que podía acontecer en los alrededores. Ni siquiera el sonido de algunos disparos arrastraban hacia la posibilidad de romper con dicha modorra. Giraba de un lado a otro. Costaba, dificultaba la recuperación de las fuerzas. Fue excesivo el trajinar durante aquellos días. El freno desapareció, llevando a cabo, las diversas actividades de la agitación, por eso, en estos instantes, sobresalía un dolor corporal impidiendo el acceso hacia el natural reposo. El combate ante lo cotidiano arrastrando el espíritu hacia las vías del exceso. La destrucción de cualquier instancia en desarrollar las placenteras vivencias de la naturaleza, imposibilitado en respirar de forma acompasada.
La resignación parecía imponerse a pesar de un combate continuo, doblegando los dos instantes del existir. Aquietar las temporalidades del reconocimiento. Tan sólo deseaba penetrar los mundos de la irrealidad. Volví a la posición anterior, moviendo el cuello de un lado a otro. La tensión. Impresionantes nudos musculares sobre los hombros. La presión endureciendo la unión con la cabeza, los brazos, hasta las piernas. El irreconciliable sueño, obligando a buscar alguna modalidad que ayudara a hallar el aflojamiento. Imposible. Como si algo más poderoso frenara cualquier intención de admitir el agotamiento. La lucha, a condición de estar presente el agua, era un buen remedio. Probando los grifos. Asegurando la actuación de dicho líquido transparente. Enchufar el calentador. Esperar el tiempo para penetrar en las interioridades de aquella caída acuática. Dejar acariciar sobre los hombros, cuello, el bálsamo del calor, suavizándolos. Tempestad existente en el diario continuar del absurdo.
Cerrar los ojos. Ese dejar hacer. La movilidad en la inmovilidad. Ese estado ideal del abandono ante la presencia de lo cotidiano. Borrar del recuerdo cualquier encontronazo con lo adverso. Sólo el agua apaciguando el espíritu. Amando cada rastro de piel sin dejar de escapar cualquier ínfima partícula de la propia esencia. Encontrando la colaboración del jabón para rasgar el vestigio del infierno. El paso del terrible averno hacia la suavidad del cielo, de la muerte, rumbo a la vida y, el silencio como testigo. Restituyendo aquel cabello caído. Deslastrando el influjo de la contaminante atmósfera con el champú revitalizador, abriendo los capilares hacia el oxígeno de la limpieza. Frustrando, con fuerza inusitada, la reproducción de los residuos producto de la tormenta. Esbozando la alegría, esa alegría extendiéndose hacia los espacios del desajuste de un orden impuesto.
Con el paño agitando cada parte. Hurgando los vestigios de humedad. Sacando el líquido restante para exprimir la sequía de la frescura, ante la realidad, realidad continua, sobre un cuerpo actuando encima de los sentidos del eviterno. Sintiendo los alborozos de lo diario. Abanicando la cabellera revuelta hacia otros espacios, espacios más amplios en relación con la anterior sensación de opresión. El paseo del peine reacomodando el orden. Dejándose remover bajo el ritmo de la disciplina ante la forma. La salida del baño. Apartarme del vapor producido por el agua caliente para encaminar hacia la cocina. Desenchufando el calentador.
Abriendo la nevera. Obteniendo cubos de hielo introduciéndolos en las interioridades de un vaso. Cerrar el refrigerador buscando la botella de whisky. Plenar con una buena cantidad de dicho trago acompañándolo con agua fría. Reabrir el enfriador de la cotidianidad con la intención de guardar el botellón para luego, marchar, vaso en mano, hacia el lecho. Sorber la suavidad buscando el aflojamiento de las profundidades corpóreas, aliviando las presiones de lo diario. Cerrando los ojos, suavizando el movimiento, flotando sobre nubes de entendimiento.
Partiendo hacia otros mundos, mundos de lo deseado, lo irreal.

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