viernes, 26 de diciembre de 2008

Deshojando la margarita


a Benjamín Sánchez Mujica.
-- Cinthia, voy a dictar una carta.
-- Voy.
Escudriñaba los diferentes espacios de su oficina. ¡Mierda! Quien pintó esto es una mierda, no sabe pasar la brocha, se evidenciaban grumos y trazos en un lateral. No lo contrataría para pintar mi apartamento. Levanté el dedo índice hacia el techo. Buscaba la palabra agraciada para iniciar el relato, el cuento idiota para un posible cliente. Giraba alrededor de ella. Retorné al asiento elevando la ceja derecha. Incliné la cabeza para hallar mejor enfoque, visualizar una escena mayor de sus muslos, encontrar su nacimiento. ¡Ah! cómo me gustaría tocarlos, acariciarlos, dejarme arrastrar hacia el desastre poseído por la locura, naufragar en ese océano de piel, carne, ahondar en cada poro sorbiendo sus sudores, saliendo a la superficie, pausa, oxigenación del instante para retornar al submundo de las pasiones, inmerso en las delicias de la intemporalidad.
Me encontraba frenado, revolcarse con la secretaria es un peo, desastre. Intenté encontrar a Beatriz. Difícil. Complicado. Estaba arrecha. La embarqué varias veces. El dictado iba a millón inspirado por sus muslos hacía maromas con las palabras, incoherente, absurdo, no importaba. Tuve la impresión en haber notado una sonrisa reflejando su rostro.
Seguí vomitando expresiones hasta que se me enredó la lengua, el sentido de dicha carta se perdió. Buscaba enfatizar en algo abstracto, una frase importante que jamás apareció. Puros lugares comunes. Balbuceaba imbecilidades, perdí la razón en aquel dictado. Ella sonrió. Me encantaban sus labios. Se levantó, volteó, salió contorneando sus nalgas, bailaban sin necesidad de acompañamiento musical, no hacia falta, una orquesta sensual. Papeles para la firma, inagotables. Que manera de joder, fastidiar la vida.
-- La señora Gutiérrez por la una.
Locura total, Beatriz me llamó. Antes de agarrar el auricular esperé un par de segundos, amainar las emociones, intentaba estar calmado, disimulando con la vista puesta sobre la blusa semi abierta de Cinthia, le gustaba mostrar los inicios de sus senos, valían la pena, majestuosos. Me telefoneó para que nos encontráramos, extendía sus brazos ofreciendo una nueva oportunidad. Durante la conversación entró un par de veces, inclinándose, mostrando un panorama mayor de aquellas sublimes tetas.
Pasé la mañana, inmerso en ese mierdero de papeles pensando en la salida nocturna. Hambre. La una de la tarde. Decidí meterme una bala fría, era preferible un buen almuerzo, completo, pero no tenía con quién ir, los panas desaparecieron para meterse una papa, nadie me avisó, sólo tenía como compañía a Cinthia. Como no deseaba comer solo le propuse que me acompañara. Asintió. Me dio miedo que corriera a un MacDonald, chatarra, basura, puro sintético. ¡Sorpresa! Prefirió ir a Las Grandes Ligas, no es ninguna maravilla, decente. Me extrañó la escogencia. Escuchó la conversación cuando trajo café y un par de cartas para la firma. Conocía de mis gustos, negro corto, cerrero, la única manera en tragar dicho brebaje, rechazaba el marrón y el con leche, abominable.
Curioso, nos ubicamos alrededor de la misma mesa en la que estuve con Beatriz, apartados en una esquina, alejados de los demás. Inconveniencia. La presencia del mismo mesero que, casi nunca se asomaba: levantarme para hacerle señas para que nos prestara la atención debida. Dos whiskies y la carta, el mío con agua, Cinthia, con soda.
-- ¿Por qué escogiste este lugar?
-- Para que te acostumbres.
Durante el almuerzo, alargado por la compañía de varios tragos, descubrí su pasión por las artes plásticas, tomaba cursos en la Cristóbal Rojas y no se perdía exposición alguna. Me fascinaba escucharla. Descubría una diversidad de mundos revoloteando su cabeza. Pasiones desmedidas sobre los problemas de la creación pero, a la hora de subsistir, un trabajo como éste significaba la urgente necesidad de la sobrevivencia, todo se puso caro, insoportable y por eso, se calaba aquel mundo que consideraba infame, a diferencia de ella, no le parecía así: “en toda actividad hay un encanto creador”; me dijo. No le pude responder optando por el silencio.
El retorno fue con paso titubeante. Nos sosteníamos abrazados rehuyendo los huecos que se presentaban delante de nuestros pies. Hasta le comenté mi afinidad con la poesía entendiendo así, su pasión por las artes plásticas. Sólo faltaba que nos vieran para acentuar el chismorreo. Nos sabía a mierda. A ella le importaba un pepino lo que dijeran, se sentía bien y eso bastaba. No existía nada extraño en aquella relación, la pura amistad.
Preparó café mientras entre al baño para lavarme los dientes y refrescar el rostro. Recuperaba el aliento volviendo a mi silla, frente a aquella carpeta que no me quitaba la vista. Suspiré abriéndola. Busqué la pluma en el bolsillo interior de la chaqueta e inicié la tarea de revisar y firmar esas abstracciones que no me iban ni venían. El cafecito preparado por Cinthia me cayó de maravilla, acentuando la labor emprendida, como era viernes, opté por liquidar todo esto para no tenerlo, el lunes siguiente, como un gran fardo sobre los hombros.
Me puse la chaqueta, acomodé la corbata recogiendo el maletín para salir despidiéndome de la secretaria, emprendiendo la vía del largo pasillo hacia los ascensores. Durante el trayecto me despedí de quienes me encontraba hasta detenerme frente a los elevadores. Llegó uno, que maravilla, eso indicaría que la noche sería prometedora. Entré tocando el botón de la planta baja. Esperé recostado contra la pared metálica de fondo, el arribo de dicho aparato.
Salí hacia el banco, una de las taquillas externas. Debía sacar efectivo, con el almuerzo quedé limpio. Sonó el timbre penetrando en aquella caseta de vidrio. Escribí sobre un cheque lo que necesitaba y, junto con la cédula lo inserté en una especie de cajón que, una linda mujer maniobraba para poder agarrar lo enviado. Miró la cantidad supervisándola en la computadora.
Observé a varios de los compañeros de trabajo instalados en una de las mesas de afuera de una pizzería, bebiendo cerveza. Al verme saludaron, lo retorné volteando, nuevamente, hacia la cajera. Devolvió la cédula y un pequeño fajo de billetes de diez mil bolívares, cada vez se devaluaba más la moneda. Iba a salir después del timbre cuando di cuenta que no podía abrir la puerta. Lo volví a intentar, nada. Respiré profundamente esperando el timbre y, nada. ¡Coño!, quedé encerrado. Los nervios me embargaban mientras escuchaba a la cajera al otro lado de la taquilla diciendo que me calmara. La calma a la mierda. Ella seguía dando al zumbido pero la puerta de enorme vidrio se resistía, no tenía intención en ser sometido.
Los desgraciados se dieron cuenta, fue José Manuel quien notó lo que me acontecía informando a los demás con una gran carcajada. Maldije. El gerente del banco maniobraba unos cables buscando una manera de liberarme, imposible, la puerta se resistía. Preguntó por el vigilante, había desaparecido. Creí entender que salió en búsqueda de no sé que cosa.
Estaba condenado al encierro. Los otros cajeros que finalizaban sus cuentas se largaban deseándome suerte. La desesperación embargó mi espíritu, condenado a quedar encerrado de por vida y, para colmo de males, al ver la hora, di cuenta que se acercaba la temporalidad de dicho encuentro. Embarcaría a Beatriz, nuevamente. Con sus vasos llenos de cerveza giraban en frente, muertos de la risa. Cinthia apareció alarmándose con aquella escena. Le grité que fuera a Las Grandes Ligas para que le dijera a Beatriz que me esperara: “cuéntale lo que me sucede”. Afirmó emprendiendo la vía al lugar indicado. Una pequeña esperanza de que entendiera pero, de un instante al otro, sentí una gran preocupación, al ver a Cinthia pensará que es un teatro, seguro volveré a salir jodido. Que mala leche tenía.
Esperaba que la encontraría lo contrario significaba la catástrofe. Giraba como un trompo viendo como los demás se despedían, arrancaban del lugar. Se incrementaba esa sensación de desesperación pensando en romper aquella mierda de vidrio, difícil, grueso y elaborado contra cualquier tipo de ruptura, primero me fracturaba un hueso antes de exhibir algún rastro de resquebrajamiento. Quería llorar, mejor me aguantaba, evitar la muestra de un acto cómico, sólo esperar que alguien apareciera con alguna llave para abrir, lo otro, caótico, pasar la noche en ese cajón de metal y vidrio.
Tenía los nervios de punta. El gerente y dos cajeros intentaban abrir de cualquier manera, imposible. Estaba harto sentándome en el suelo con el maletín a mi lado. Trataban de darme ánimos, no lo conseguían, perdía mi cita con Beatriz. Los compinches volvieron a su mesa para continuar ingiriendo cervezas, algunas miradas divertidas lanzaban hacia mi persona. No le respondía. ¿Para qué? Ellos gozando una bola y yo... jodido.En eso apareció Cinthia dando la noticia nefasta, se enfureció de tal forma que pagó la cuenta y se largó dejándome dicho que me mandaba a la mismísima mierda. ¿Qué crimen habré cometido contra la humanidad para pagar esta desgracia? Perdía las imágenes en una neblina de tristeza. Comencé a llorar mi infortunio, estaba condenado a un estado de prisión en aquella taquilla externa de una agencia bancaria, deshojando la margarita

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