domingo, 26 de abril de 2009

No quería hablar... tampoco yo


Un atardecer en la universidad. Gabriela, se empeñó en que fuera a su clase en la escuela de letras para hablar sobre Prevert. Luego de la charla y, casi retirándome, se acercó. Toda una mujer. Deseaba continuar con dicha conversación en otra parte. No perdía otra clase, aceptando. No era una chama, casi de mi edad, divorciada y con dos hijos. Al verla, observar sus ojos, labios y ese color canela de piel que aturdía, enloquecía, suavidad al hablar, derritió mi espíritu. Imposibilitaba cualquier posibilidad en negarme.
Bajando la rampa frené el paso con cierto disimulo, supuesto gesto de caballero para que pasara adelante y ver su trasero, fantástico. Me llevó a Las Grandes Ligas, mi primera entrada triunfal en ese lugar embargado en una sensación de poder, era el centro de atención.
-- Lo de siempre; le dijo a uno de los mesoneros.
Continué detrás de ella, un perro faldero.
-- ¿Bebes cerveza? me preguntó.
-- No hay problema.
Sentados alrededor de una mesa que hacía esquina, aislados, apartados, pocas personas. Lamenté escucharle que pronto se llenaría. No tenía necesidad del gentío, me sentía bien en aquel lugar desolado con su compañía. Estudiantes saliendo de sus clases presentándose en ese sitio para ingerir un par de birras. Iguales, semejantes, diferentes generaciones repitiendo lo mismo, en el fondo nada cambiaba, lo que separaba era el lenguaje, nuevos modismos, temas.
Deseaba detener el tiempo, fascinado. Optaba por mandar a la mierda el movimiento terráqueo, quedarnos ahí el uno junto al otro. Interrupción. Mauricio acompañado de sus compañeros de clase entraban, arrimando mesas, sillas en frente de nosotros. No se dio cuenta de mi presencia. Uno de ellos la vio, Mauricio se dio cuenta, acercándose emocionado al descubrir dicha amistad con ella, hasta me martilló el degenerado.
-- ¿Tienes carro?
-- No sé manejar.
-- ¿Te llevo?
-- Está bien.
-- Eres el primero que invito a tomar cerveza.
Dimos vueltas por la ciudad. No se dirigía hacia mi hogar, subimos uno de esos cerros que rodean la capital, vía El Hatillo, “conozco un lugar tranquilo”; me dijo. Encendí un cigarrillo, más vale que no, tremendo peo me formó obligando a botarlo, me cohibí. La vista, esa noche, era fantástica, debía reconocerlo. Desde esa altura disfrutaba del brillar de las luces de la ciudad. Intenté ubicar el edificio el cual habitaba, imposible, no reconocía nada. Las estrellas descendieron sobre Caracas, instalándose, un árbol brillando hacia el universo, todo al revés, nosotros abajo y la visión, arriba, paseando en el infinito.
Detenidos un buen rato disfrutando de aquella imagen, nocturnidad inspiradora. Extendí el brazo izquierdo sobre sus hombros arrastrándola contra mi cuerpo. Se dejaba. Recostó la cabeza sobre mi pecho y comenzó a hablar, una voz triste salía de entre sus labios, contaba partes de su vida, las más recientes, por lo que pude deducir. Besé su cabellera, olía bien, perfumada por ese champú que utilizaba.
Levanté su rostro saboreando sus labios, acto lento, pausado. Quise repetir la dosis, se apartó retornando a las interioridades del auto, encendió el motor, partimos. El regreso fue silencioso. No quería hablar, tampoco yo.

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