domingo, 11 de enero de 2009

Tacagua


En una mañana lluviosa, corriendo por Catia con la intención de no naufragar bajo las fuertes corrientes de agua descendiendo desde las montañas, buscando obtener un bus, un transporte público que me dirigiera hacia la carretera, vía del Junquito, específicamente, el kilómetro tres, el inicio hacia Tacagua.
Con la cámara fotográfica al hombro, el grabador unido a la muñeca izquierda por una correa, emprendí el recorrido hacia las profundidades del desastre. Américo me entregó dicha pauta. No era mi idea deambular por la ciudad bajo ese manto de agua, cayendo inclemente La montaña decidió bajar sobre los habitantes instalados en el lugar. Empapado. Los zapatos vueltos mierda. Sentado, al lado de una ventana, sobre una silla cercana al chofer, esperaba a éste que me indicara el sitio en el cual, debía descender Costó conseguir la ruta luego que me dejara en pleno kilómetro tres.
Descubrí la nada, monte, ninguna indicación acerca del sitio de arribo. No existía el rastro de alguna poblada, sólo una vía cimentada internándose en los confines de la naturaleza. Era la única alternativa para optar hacia una posibilidad de hallar el origen de la hecatombe. Emprender la vía con cierta desconfianza ante el temor de topar con sujetos poco recomendables. Estaba solo, perdido en ese lugar desconocido, abandonado a la buena de Dios. Nunca imaginé lo que iba a encontrar al final de dicha ruta.
Una población inmersa en aquella espesura, alejado de todo. Edificaciones sólidas de un lado, barracas del otro. Esos últimos fueron los afectados por los embates de la naturaleza. Gente corriendo intentando salvar alguna vida. Un galpón utilizado para resguardar a los sobrevivientes, en la parte superior, afuera, un letrero metálico, pesado, indicando su procedencia, Ipostel, a punto de caer, caer sobre la cabeza de una niña parada bajo dicho objeto. Un pánico invadió todo el cuerpo, la idea de observar el espaturramiento de su cabeza sería terrible. Me acerqué para expresarle la razón de alejarse, se apartara del lugar, era peligroso, su cerebro finalizaría en los desagües de lo cotidiano.
Tomé muchas fotos, demasiadas. No paraba de girar por los alrededores. Intenté descender a la parte fangosa. La vía cimentada terminaba como calle principal. Un policía se empeñó en impedir la continuación del reportaje, "¿tiene autorización de la Gobernación?"; jamás se me ocurrió ver a un periodista presentando dicha carta, era el colmo, estaba trabajando, cubriendo un desastre, una agonía. Era tiempo para el retorno, regreso.La necesidad de arribar al periódico, entregar los resultados de la pauta impuesta temprano en la mañana, significaba el último acto laboral de la jornada. La interrogante era, ¿cómo iba a salir de allí? Invadía cierto pánico, la sola idea de quedar estacionado en ese espacio geográfico determinado, espeluznaba. Por suerte alguien indicó que tomara un jeep que se encontraba estacionado cerca de la salida. Era otro medio de transporte. La diferencia estribaba en que no me dejaría en Catia, su ruta era hasta el Silencio. Respiré aliviado acercándome al aparato. Luego de hablar con el chofer me instalé en la parte de atrás a esperar que se llenara. Despedía el lugar. Partía hacia espacios diferentes, diversos pero no tan contrastado con ese hecho.

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